Jenofonte, Aristófanes y, más que ningún otro, Platón idealizaron al Sócrates que vivió en la Atenas del siglo V a. C. Tal vez nunca se logre recomponer su figura histórica verdadera. Eso poco le importa a Pierre Hadot. El autor de La filosofía como educación de los adultos se interesa por esa imagen ideal que aparece en la obra de Platón y con la que dialoga la filosofía occidental.
Alcibíades, en su propio elogio de Sócrates que aparece al final del Banquete, afirma que el aspecto casi monstruoso del filósofo no es más que una máscara. Sócrates se hace el ingenuo, pero todo eso forma parte de las apariencias con las que se reviste, como esas estatuillas de silenos que contenían en su interior la imagen de un dios.
Hadot nos muestra que Sócrates, partero de espíritus, permite responder a la pregunta de qué es filosofar, ayuda a su interlocutor a replegarse en sí mismo, a cuestionarse, es decir, a descubrir la conciencia. Sócrates no engendra nada, porque no sabe nada, pero propicia que otro pueda engendrarse a sí mismo. Invierte la relación entre maestro y discípulo mediante un procedimiento existencial que tanto Kierkegaard como Nietzsche han tratado de repetir. Para Kierkegaard, nos cuenta Hadot, el mérito de Sócrates consiste en haber sido un pensador sumido en la existencia, y no un filósofo especulativo que olvida lo que es existir. Es decir, Sócrates nos desvela la filosofía como forma de vida.